PREFACIO
Desde tiempos inmemoriales, el amor ha sido la fuerza que mueve al mundo, el hilo invisible que teje la trama de nuestras vidas. La unidad, su compañera inseparable, es el lienzo sobre el cual se pinta la diversidad de la experiencia humana. Juntos, amor y unidad, son los pilares sobre los cuales se erige el Reino de los Cielos en la tierra, un reino que no espera ser descubierto en las estrellas, sino que ya respira y vive entre nosotros.
El Reino de los Cielos no es un destino lejano al que aspiramos después de la vida; es una realidad presente, una dimensión de existencia que se manifiesta cuando el amor y la unidad prevalecen sobre el egoísmo y la división. Este Reino se revela en cada acto de compasión, en cada gesto de solidaridad, en cada palabra de consuelo y en cada decisión que honra la dignidad de otro ser.
Este prefacio invita a los lectores a abrir sus corazones y mentes a la posibilidad de que el Reino ya está aquí, en la sonrisa de un niño, en la ayuda desinteresada de un extraño, en la belleza de la naturaleza y en la profundidad de las relaciones auténticas. Es un llamado a reconocer que cada uno de nosotros es un portador del Reino, un embajador del amor y la unidad en un mundo que a menudo parece olvidar su importancia.
A lo largo de estas páginas, exploraremos cómo el amor se manifiesta como paciencia, bondad, y generosidad; cómo la unidad se construye a través de la empatía, la colaboración y el respeto mutuo. Veremos cómo estos principios no son meras ideas abstractas, sino acciones concretas que tienen el poder de transformar la realidad.
El amor y la unidad son las bases sobre las cuales se construye una sociedad justa y pacífica. Son la respuesta a los conflictos que nos afligen, la medicina para las heridas que nos dividen y la luz que guía nuestro camino hacia un futuro más prometedor. El Reino de los Cielos en la tierra es el testimonio de que cuando vivimos según estos principios, lo divino se refleja en lo humano, y lo imposible se vuelve posible.
Este prefacio es una invitación a soñar y a actuar, a imaginar y a realizar, a amar y a unir. Es una invitación a ser parte de la construcción de ese Reino aquí y ahora, a ser co-creadores de una realidad donde el amor y la unidad no son la excepción, sino la regla. Que estas palabras sean el inicio de un viaje hacia la manifestación del Reino de los Cielos en cada rincón de nuestro mundo y en cada rincón de nuestro ser.
PRÓLOGO
En la búsqueda de significado y propósito, la humanidad ha mirado hacia las estrellas, ha escarbado en las profundidades de la tierra y ha explorado las vastas extensiones de su propia conciencia. En esta exploración incansable, surge una visión: la de un reino gobernado no por la fuerza, sino por la verdad; no por la ambición, sino por la compasión; no por el deseo, sino por la justicia. Este es el reino que promete una era de paz y prosperidad, un tiempo donde la bondad prevalece y la luz de la sabiduría ilumina cada rincón oscuro del corazón humano.
Este reino no es un mero concepto teológico ni una utopía inalcanzable, sino una realidad emergente que se manifiesta en las acciones y en el espíritu de aquellos que buscan vivir en armonía con los principios celestiales. Es un reino que se construye día a día, con cada acto de amor, cada decisión justa, cada palabra de consuelo y cada gesto de solidaridad.
A medida que nos adentramos en las páginas de este libro, descubriremos cómo estos principios ancestrales se aplican en el contexto moderno, cómo pueden transformar sociedades y cómo cada individuo puede ser un portador de este cambio. La promesa de este reino es la de un futuro donde la humanidad alcanza su máximo potencial, no solo en términos de avances tecnológicos o logros culturales, sino en la capacidad de vivir en una comunión genuina con el prójimo y con el Creador.
El reino que se describe aquí es uno de inclusión, donde cada voz es escuchada, cada dolor es atendido y cada sueño es valorado. Es un reino de abundancia, donde la escasez da paso a la generosidad y el compartir. Es un reino de sabiduría, donde los errores del pasado se convierten en lecciones para un futuro más brillante.
En los capítulos que siguen, exploraremos las dimensiones de este reino en detalle. Hablaremos de la justicia que busca restaurar en lugar de castigar, del amor que se extiende más allá de las fronteras y barreras, de la paz que no es la ausencia de conflicto sino la presencia de equidad, y de la alegría que brota de una vida en plenitud.
Este prólogo es una invitación a embarcarse en un viaje de descubrimiento y reflexión. No es un camino fácil, pero es uno que promete una recompensa eterna: la de un mundo renovado y un espíritu rejuvenecido. A medida que avanzamos, recordemos que cada paso que damos hacia este reino es un paso hacia nuestro destino, hacia nuestro llamado más sagrado.
CONTENIDO
Capítulo 1: El Reino Manifestado
Capítulo 2: Amor: El Lenguaje del Reino
Capítulo 3: Unidad: La Fuerza que Une al Reino
Capítulo 4: Egoísmo: La Barrera para el Reino
Capítulo 5: División: El Desafío del Reino
Capítulo 6: Fe: El Fundamento del Reino
Capítulo 7: La Práctica del Amor en el Reino
Capítulo 8: Cultivando la Unidad en la Diversidad
Capítulo 9: Superando el Egoísmo a través de la Generosidad
Capítulo 10: Dejando atrás los esquemas y las tradiciones para asirnos de lo nuevo.
Capítulo 1: El Reino Manifestado
“En el principio era el Verbo, y el Verbo era con Dios, y el Verbo era Dios. Este era en el principio con Dios.” (Juan 1:1-2). Con estas palabras, el apóstol Juan introduce la divinidad de Jesucristo, el Unigénito de Dios, quien es la expresión perfecta del Padre y la manifestación del Reino en la tierra.
Jesucristo, al encarnarse, no solo reveló la naturaleza de Dios sino que también reinauguró el Reino de los Cielos aquí en la tierra. “Y aquel Verbo fue hecho carne, y habitó entre nosotros (y vimos su gloria, gloria como del unigénito del Padre), lleno de gracia y de verdad.” (Juan 1:14). En Él, lo divino y lo humano se encuentran, mostrando que el Reino no es un lugar distante, sino una realidad vivida a través de la vida de Jesús.
Como el Primogénito de toda creación (Colosenses 1:15), Jesús es el modelo a seguir para todos los que buscan manifestar el Reino. Él demostró que el Reino se manifiesta en actos de amor, justicia y misericordia. “Porque tuve hambre, y me disteis de comer; tuve sed, y me disteis de beber; fui forastero, y me recogisteis; estuve desnudo, y me cubristeis; enfermo, y me visitasteis; en la cárcel, y vinisteis a mí.” (Mateo 25:35-36). Estas acciones son reflejo del Reino que Jesús vino a establecer, un Reino donde las necesidades de los más vulnerables son atendidas con compasión.
La autoridad de Jesús para manifestar el Reino proviene de su relación única con el Padre. “Y Jesús se acercó y les habló diciendo: Toda potestad me es dada en el cielo y en la tierra.” (Mateo 28:18). Con esta potestad, Jesús sanó a los enfermos, liberó a los oprimidos y enseñó las verdades del Reino, invitando a todos a ser partícipes de esta realidad divina.
La invitación de Jesús a seguir sus pasos es una llamada a manifestar el Reino en nuestras propias vidas. “Vosotros sois la luz del mundo; una ciudad asentada sobre un monte no se puede esconder.” (Mateo 5:14). Como seguidores de Cristo, somos llamados a ser luz, mostrando con nuestras vidas el amor y la justicia del Reino.
El Reino se hace presente cuando vivimos según los principios enseñados por Jesús. “Mas buscad primeramente el reino de Dios y su justicia, y todas estas cosas os serán añadidas.” (Mateo 6:33). Al poner en práctica estos principios, nos convertimos en embajadores del Reino, extendiendo su influencia en el mundo.
“Porque la creación misma será liberada de la esclavitud de la corrupción a la libertad gloriosa de los hijos de Dios.” (Romanos 8:21). Este versículo refleja la esperanza y la promesa de que aquellos nacidos en este tiempo están llamados a ser portadores de la transformación, manifestando el Reino de Dios en la tierra.
Los creyentes de hoy, como herederos del Reino, tienen la misión de continuar la obra iniciada por Jesucristo, extendiendo su influencia y llenando la tierra con la justicia y la paz de Dios. “Y les dijo: Id por todo el mundo y predicad el evangelio a toda criatura.” (Marcos 16:15), ¿Cuál evangelio?, el del Reino. Este mandato es un llamado a llevar la buena nueva del Reino a todos los rincones del mundo, transformando la sociedad con los valores del Reino.
La dominación de la tierra mencionada en Génesis (“Fructificad y multiplicaos; llenad la tierra y sojuzgadla”, Génesis 1:28) no se refiere a un dominio destructivo, sino a una administración responsable y amorosa que refleje el carácter de Dios. Los creyentes son llamados a ejercer esta autoridad con sabiduría y compasión, siendo ejemplos vivos del amor de Dios.
El monte de Jehová, mencionado en Isaías (“Acontecerá en los postreros días, que el monte de la casa de Jehová será establecido como cabeza de montes”, Isaías 2:2), simboliza el lugar de encuentro con Dios y el centro desde donde fluyen los principios del Reino. Los creyentes son invitados a llenar este monte con sus vidas, siendo testimonio de la presencia y el poder de Dios en el mundo.
“Vosotros sois la sal de la tierra; pero si la sal se desvaneciere, ¿con qué será salada? No sirve más para nada, sino para ser echada fuera y hollada por los hombres.” (Mateo 5:13). Como sal de la tierra, los creyentes tienen la función de preservar y mejorar, llevando sabor y esperanza a una sociedad que a menudo se encuentra en desesperación.
“Vosotros sois la luz del mundo; una ciudad asentada sobre un monte no se puede esconder.” (Mateo 5:14). Al igual que la luz, los seguidores de Cristo deben iluminar la oscuridad, mostrando el camino hacia el Reino y siendo faros de verdad y amor.
Capítulo 2: El Lenguaje del Reino.
“Porque no tenemos lucha contra sangre y carne, sino contra principados, contra potestades, contra los gobernadores de las tinieblas de este siglo, contra huestes espirituales de maldad en las regiones celestes.” (Efesios 6:12). Este versículo nos recuerda que nuestra realidad está profundamente influenciada por lo espiritual y que es desde esta dimensión donde se ejerce verdadero gobierno sobre lo natural.
El lenguaje del Reino es un lenguaje de amor, no de condenación. Es un lenguaje que edifica, que sana, que libera. “La lengua tiene poder de vida y muerte; los que la aman comerán de su fruto.” (Proverbios 18:21). Por lo tanto, es esencial que como portadores del Reino, hablemos con palabras que reflejen la naturaleza amorosa de Dios, palabras que alienten y que promuevan la paz y la reconciliación.
Jesucristo, el perfecto comunicador del Padre, nos mostró cómo hablar el lenguaje del Reino. “Venid a mí todos los que estáis trabajados y cargados, y yo os haré descansar.” (Mateo 11:28). Sus palabras no eran de juicio, sino de invitación y esperanza. En cada enseñanza, parábola y conversación, Jesús usó el lenguaje del amor para revelar las verdades del Reino.
En contraste, el hombre herido a menudo habla desde el dolor, la ira o la frustración, lo que puede llevar a palabras de condenación y división. Pero el Reino nos llama a un estándar más alto. “Antes sed benignos unos con otros, misericordiosos, perdonándoos unos a otros, como Dios también os perdonó a vosotros en Cristo.” (Efesios 4:32). Este es el lenguaje que debemos aprender y practicar: un lenguaje que restaura y que construye puentes de entendimiento.
El lenguaje del Reino no es solo para ser hablado, sino también para ser vivido. “Así también la fe, si no tiene obras, es muerta en sí misma.” (Santiago 2:17). Nuestras acciones deben estar en armonía con nuestras palabras, demostrando el amor de Dios a través de nuestro servicio y nuestra compasión hacia los demás.
“De cierto os digo, que si no os volvéis y os hacéis como niños, no entraréis en el reino de los cielos.” (Mateo 18:3). Este llamado a la simplicidad, la sinceridad y a la dependencia de un niño es también un llamado a aprender de nuevo, a adquirir el lenguaje del Reino como nuestra lengua materna.
Así como un niño absorbe cada palabra, cada gesto y cada expresión de amor de sus padres, nosotros también debemos sumergirnos en la atmósfera del Reino para aprender su lenguaje. Es un idioma de misericordia, de gracia, de verdad y de vida. “Porque de la abundancia del corazón habla la boca.” (Mateo 12:34). Nuestro corazón debe estar lleno de los principios del Reino para que nuestras palabras reflejen su naturaleza.
El aprendizaje de este lenguaje es un proceso, una transformación que ocurre a medida que nos sumergimos en la Palabra de Dios y permitimos que el Espíritu Santo nos guíe. “Mas el Consolador, el Espíritu Santo, a quien el Padre enviará en mi nombre, él os enseñará todas las cosas, y os recordará todo lo que yo os he dicho.” (Juan 14:26). El Espíritu Santo es nuestro maestro, recordándonos y enseñándonos cómo comunicarnos según los valores del Reino.
El lenguaje del Reino no es solo para ser hablado en la iglesia o en momentos de oración; debe ser el idioma de nuestra vida diaria. “Sea vuestra palabra siempre con gracia, sazonada con sal, para que sepáis cómo debéis responder a cada uno.” (Colosenses 4:6). En el trabajo, en la familia, en la comunidad, nuestras palabras deben ser un reflejo del amor y la sabiduría de Dios.
Aprender el lenguaje del Reino también significa saber cuándo hablar y cuándo guardar silencio. “Hay tiempo de callar, y tiempo de hablar;” (Eclesiastés 3:7). A veces, el amor se comunica mejor a través de la escucha activa y la presencia compasiva que a través de muchas palabras.
Capítulo 3: La Fuerza que une al Reino
«Por tanto, dejará el hombre a su padre y a su madre, y se unirá a su mujer, y serán una sola carne.» (Génesis 2:24). Este versículo no solo establece el principio del matrimonio sino que también revela el diseño divino de la dependencia y la unidad que Dios ha tejido en la misma estructura de la humanidad.
Desde el principio, Dios vio que no era bueno que el hombre estuviera solo y creó una ayuda idónea <<auxilio perfecto>>, para él (Génesis 2:18). Esta interdependencia no es una señal de debilidad, sino una expresión de la fuerza que se encuentra en la unidad. Al hacerse una sola carne con su prójimo, en este caso, la mujer, el hombre encuentra un reflejo de la unidad que Dios desea para todo su Reino.
La unidad en el Reino trasciende la relación matrimonial y se extiende a la comunidad de creyentes. «Así como el cuerpo es uno, y tiene muchos miembros, pero todos los miembros del cuerpo, siendo muchos, son un solo cuerpo, así también Cristo.» (1 Corintios 12:12). Cada creyente es parte integral del cuerpo de Cristo, y juntos, en unidad, reflejan la plenitud del Reino.
Esta unidad es fortalecida por el amor, que es el vínculo perfecto. «Sobre todo, vestíos de amor, que es el vínculo perfecto.» (Colosenses 3:14). El amor es la fuerza que une, que sana las divisiones y que permite a los creyentes trabajar juntos para manifestar el Reino de Dios en la tierra.
La unidad del Reino también implica una dependencia mutua, donde cada miembro contribuye con sus dones y talentos. «De manera que los miembros del cuerpo que parecen ser más débiles, son necesarios.» (1 Corintios 12:22). En el Reino, no hay lugar para el individualismo; cada persona es valiosa y necesaria para el propósito mayor de Dios.
«Mirad que nadie os engañe por medio de filosofías y huecas sutilezas, según las tradiciones de los hombres, conforme a los rudimentos del mundo, y no según Cristo.» (Colosenses 2:8). Este versículo nos advierte sobre las influencias que pueden introducir división dentro del cuerpo de Cristo, el espíritu de anticristo que se opone a la unidad que Jesús vino a establecer.
El espíritu de división es sutil y a menudo se disfraza de ‘verdad’ o ‘revelación nueva’, pero su fruto es la discordia y el conflicto. «Porque donde hay celos y contención, allí hay perturbación y toda obra perversa.» (Santiago 3:16). Como miembros del cuerpo de Dios, debemos estar alerta y proteger la unidad que hemos sido llamados a mantener.
La unidad del Reino se basa en la verdad de Cristo y en el amor mutuo. «Y este es su mandamiento: que creamos en el nombre de su Hijo Jesucristo, y nos amemos unos a otros como nos lo ha mandado.» (1 Juan 3:23). Cualquier enseñanza o actitud que se aleje de estos principios fundamentales debe ser examinada y resistida.
El espíritu de anticristo busca desviar a los creyentes de su enfoque en Cristo y su misión en la tierra. «Hijitos, es la última hora; y como habéis oído que el anticristo viene, así ahora han surgido muchos anticristos; por esto conocemos que es la última hora.» (1 Juan 2:18). Estar firmes en la fe y en la comunión con otros creyentes es esencial para resistir estas influencias.
Como guardianes de la unidad, se nos llama a edificar el cuerpo de Cristo con nuestras palabras y acciones. «Hasta que todos lleguemos a la unidad de la fe y del conocimiento del Hijo de Dios, a un varón perfecto, a la medida de la estatura de la plenitud de Cristo.» (Efesios 4:13). Nuestro objetivo es crecer juntos, fortaleciéndonos mutuamente en amor y verdad.
Capítulo 4: El Egoísmo, la barrera para el Reino.
“Porque el amor es paciente, es bondadoso; el amor no tiene envidia, el amor no es jactancioso, no se envanece.” (1 Corintios 13:4). Este pasaje nos muestra la esencia del amor, una cualidad intrínseca de Dios y, por ende, del Reino. En contraste, el egoísmo es la antítesis del amor, una fuerza destructiva que distorsiona la imagen de Dios en el hombre.
El egoísmo se manifiesta cuando el individuo se coloca a sí mismo por encima de los demás, buscando su propio beneficio a expensas del bienestar ajeno. “No hagan nada por egoísmo o vanagloria, sino con humildad consideren a los demás como superiores a ustedes mismos.” (Filipenses 2:3). El egoísmo es una barrera para el Reino porque impide la manifestación del amor que Dios desea que prevalezca entre sus hijos.
La imagen de Dios en el hombre fue diseñada para reflejar Su carácter, Su amor y Su generosidad. Sin embargo, el egoísmo deforma esta imagen, llevando al hombre a actuar de manera contraria a su propósito original. “Y Dios creó al hombre a su imagen, a imagen de Dios lo creó; hombre y mujer los creó.” (Génesis 1:27). La verdadera imagen de Dios es una de relación y comunión, no de aislamiento y autoexaltación.
El egoísmo también se opone al mandamiento de amar a nuestro prójimo como a nosotros mismos. “El segundo es semejante: ‘Amarás a tu prójimo como a ti mismo.’” (Mateo 22:39). Cuando el egoísmo prevalece, este mandamiento se vuelve inalcanzable, ya que el amor al prójimo se ve obstaculizado por el falso amor propio desmedido.
No puedes amarte verdaderamente sin amar al prójimo.
Para superar el egoísmo y permitir que el Reino se manifieste en nuestras vidas, debemos seguir el ejemplo de Cristo, quien “se despojó a sí mismo, tomando forma de siervo, haciéndose semejante a los hombres.” (Filipenses 2:7). Jesús es el modelo perfecto de la negación del ego, mostrando que el camino hacia la verdadera grandeza en el Reino es a través del servicio y la humildad.
“Porque todos buscan lo suyo propio, no lo que es de Cristo Jesús.” (Filipenses 2:21). Esta declaración del apóstol Pablo resuena a través de los siglos, destacando una verdad dolorosa: el egoísmo ha sido un factor constante en el fracaso de los intentos humanos por crear un mundo mejor.
La historia está llena de ejemplos donde los esfuerzos por mejorar la sociedad, guiados por el egoísmo, han llevado a resultados contrarios a los esperados. Desde imperios construidos sobre la opresión hasta revoluciones que terminaron en tiranía, el hilo común ha sido el deseo de poder y control, una distorsión de la justicia como Dios la concibe.
La justicia de Dios es integral, abarcando no solo el acto justo, sino también la intención y el espíritu con el que se realiza. “He aquí que el justo será recompensado en la tierra; cuánto más el impío y el pecador.” (Proverbios 11:31). La justicia humana, cuando está contaminada por el egoísmo, pierde su capacidad de ser verdaderamente justa, ya que se centra en el yo en lugar del bien del prójimo.
El egoísmo lleva al hombre a buscar soluciones que benefician a unos pocos mientras perjudican a muchos. En contraste, la manera de Dios es una de sacrificio y servicio. “Nadie tiene mayor amor que este, que uno ponga su vida por sus amigos.” (Juan 15:13). El amor sacrificial es la base de la justicia y la antítesis del egoísmo.
Para que la justicia prevalezca y el Reino de Dios se manifieste, es necesario rechazar el egoísmo y adoptar la mentalidad de Cristo. “Haya, pues, en vosotros este sentir que hubo también en Cristo Jesús.” (Filipenses 2:5). Este ‘sentir’ es uno de humildad, de poner las necesidades de los demás antes que las propias, y de buscar la justicia que restaura y reconcilia.
Un ejemplo histórico de la caída de un reino a causa del egoísmo. La muerte de Alejandro Magno marcó el comienzo del fin de su vasto imperio. Sus más leales generales, quienes habían sido sus compañeros en la conquista, se vieron envueltos en una lucha de poder que estaba impregnada de egoísmo y ambición personal. La unidad y la visión compartida que una vez mantuvieron juntos a estos hombres se desvanecieron rápidamente tras la muerte de su líder.
Alejandro trató a sus generales con igualdad y afecto, lo que fue efectivo durante su vida, pero tras su muerte, este equilibrio se rompió. Ninguno de los generales quería ceder el liderazgo a otro, y así, el imperio que había sido unificado bajo la fuerza y la visión de Alejandro se fragmentó. Los territorios fueron repartidos y lo que una vez fue un imperio se dividió en reinos más pequeños gobernados por estos generales.
Este ejemplo histórico ilustra cómo el egoísmo puede corroer incluso las estructuras más poderosas. La falta de un sucesor claro y la ausencia de un liderazgo unificado solo exacerbó la situación, llevando a las Guerras de los Diádocos, donde cada general luchó por su propio interés en lugar del bien común. El egoísmo destruyó la posibilidad de un mundo mejor bajo un imperio unificado, demostrando que sin la justicia y la unidad que Dios consiente, incluso los más grandes reinos humanos están destinados a caer.
Capítulo 5: División, el desafío del Reino
“Todo esto proviene de Dios, quien nos reconcilió consigo mismo por Cristo y nos dio el ministerio de la reconciliación.” (2 Corintios 5:18). Este versículo nos recuerda que la reconciliación es un regalo divino, una tarea sagrada que nos ha sido confiada para restaurar la armonía en nosotros mismos y en nuestro entorno.
La división es un desafío constante en el Reino, una barrera que impide la plena manifestación de la imagen de Dios en nosotros. La reconciliación es el medio por el cual Dios diseña traer orden a esta imagen, comenzando con las acciones más simples y cotidianas, como tender nuestra cama al levantarnos. Este acto diario, aunque pequeño, es un reflejo de la disciplina y el cuidado que debemos tener en cada aspecto de nuestra vida.
Al tender nuestra cama, establecemos un fundamento de orden y propósito para el día que comienza. Es un acto simbólico de poner nuestras vidas en alineación con los principios del Reino, un paso hacia la restauración de la imagen de Dios en nosotros. “Porque Dios no es Dios de confusión, sino de paz.” (1 Corintios 14:33). Al igual que Dios trae orden al caos, nosotros somos llamados a reflejar ese orden en nuestras vidas.
El ministerio de la reconciliación también implica restaurar las relaciones rotas, sanar las heridas del pasado y construir puentes donde antes había muros de separación. “Así que, si estás presentando tu ofrenda en el altar y allí te acuerdas de que tu hermano tiene algo contra ti, deja tu ofrenda allí delante del altar, y ve primero a reconciliarte con tu hermano, y entonces ven y presenta tu ofrenda.” (Mateo 5:23-24). La reconciliación con los demás es un reflejo de nuestra reconciliación con Dios y es fundamental para vivir en unidad dentro del Reino.
“Estaba en el mundo, y el mundo fue hecho por medio de Él, y el mundo no le conoció.” (Juan 1:10). Jesucristo, el fundador y perfeccionador de nuestra fe, caminó por este mundo sin contaminarse con sus sistemas y valores corruptos. Su vida es un modelo para nosotros, un desafío a vivir de manera diferente, a ser sal y luz en un mundo que a menudo se opone a los principios del Reino.
Jesús nos enseñó a amar a nuestros enemigos, a bendecir a quienes nos maldicen y a hacer el bien a quienes nos odian (Lucas 6:27-28). Estas enseñanzas van en contra de la lógica del mundo, que promueve la venganza y el egoísmo. Sin embargo, son la esencia del Reino de Dios y el camino hacia la verdadera reconciliación y unidad.
“Como tú me enviaste al mundo, así yo los he enviado al mundo.” (Juan 17:18). Al igual que Jesús fue enviado, nosotros también somos enviados a extender su Reino por toda la tierra. No es una tarea fácil; implica enfrentar la división y el conflicto con el poder del amor y la verdad. Pero es una misión que llevamos con la confianza de que el mismo Espíritu que estaba en Cristo está con nosotros.
“Y no se conformen a este mundo, sino transfórmense por medio de la renovación de su entendimiento, para que comprueben cuál sea la buena voluntad de Dios, agradable y perfecta.” (Romanos 12:2). La transformación de nuestra mente es esencial para entender y vivir los principios del Reino. Solo así podemos discernir la voluntad de Dios y caminar en sus caminos.
Nuestra misión es ser embajadores, colonizadores del Reino, representantes de Cristo en la tierra. “Así que, somos embajadores en nombre de Cristo, como si Dios rogase por medio de nosotros; os rogamos en nombre de Cristo: Reconciliaos con Dios.” (2 Corintios 5:20). Cada acción, cada palabra, cada decisión debe estar impregnada con el deseo de ver el Reino de Dios expandirse y su justicia establecerse.
Capítulo 6: La Fe, el fundamento del Reino
“Sin fe es imposible agradar a Dios, porque es necesario que el que se acerca a Dios crea que le hay, y que es galardonador de los que le buscan.” (Hebreos 11:6). La fe es el pilar sobre el cual se construye el Reino de Dios; es la sustancia que da vida a las promesas divinas y la evidencia de lo que no se ve. Dios busca hombres y mujeres de fe para llevar a cabo su plan redentor en la tierra, personas que crean sin ver, que confíen en su palabra y que actúen conforme a ella.
La historia bíblica está repleta de individuos que, a través de su fe, hicieron posible lo imposible. Desde Abraham, llamado el padre de la fe, que creyó en la promesa de Dios de hacerle padre de muchas naciones, hasta Moisés, que por fe liberó al pueblo de Israel de la esclavitud en Egipto. Estos hombres no fueron perfectos, pero su fe en Dios les permitió ser instrumentos de su voluntad.
“Y si no hallare fe en la tierra, ¿acaso no hará justicia Dios?” (Lucas 18:8). Esta pregunta retórica de Jesús implica que la fe es esencial para la realización del plan divino. Sin embargo, si llegara un momento en que no hubiera nadie que creyera, Dios mismo se proveerá de un hombre que le crea. Él es soberano y su propósito no puede ser frustrado por la falta de fe de la humanidad.
La fe no es solo creer en la existencia de Dios, sino también en su carácter y en su capacidad para cumplir lo que ha prometido. “El que viene a Dios debe creer que él existe y que recompensa a los que lo buscan con sinceridad.” (Hebreos 11:6). La fe genuina se manifiesta en una vida de búsqueda constante de Dios y en la obediencia a su palabra.
En el contexto del Reino, la fe se convierte en la fuerza motriz que nos impulsa a actuar conforme a los principios del Reino, incluso cuando las circunstancias parecen desfavorables. “Porque andamos por fe, no por vista.” (2 Corintios 5:7). La fe nos desafía a seguir los pasos de Cristo, a amar sin medida, a perdonar sin límites y a servir sin esperar recompensa.
“Jesús le dijo: Si puedes creer, al que cree todo le es posible.” (Marcos 9:23). Esta afirmación de Jesús no es una simple frase motivacional; es una verdad profunda sobre el poder de la fe. La fe genuina, alineada con la justicia de Dios, tiene el potencial de transformar situaciones imposibles en testimonios de esperanza y milagros.
A lo largo de la historia, hemos visto cómo la fe ha movido montañas, ha calmado tormentas y ha traído sanidad donde la medicina ha llegado a sus límites. En la actualidad, incluso médicos que no comparten una creencia en lo divino han sido testigos de recuperaciones que desafían la explicación científica. Estos momentos de asombro son a menudo el resultado de una fe que se aferra a la promesa de un poder superior.
Los relatos bíblicos están llenos de milagros de sanidad que ilustran este principio. Por ejemplo, la historia de la mujer con flujo de sangre que, después de doce años de sufrimiento y sin encontrar alivio en los tratamientos médicos, tocó el manto de Jesús y fue sanada instantáneamente (Lucas 8:43-48). Su fe, que la llevó a buscar a Jesús a pesar de las multitudes y su condición, fue la llave que abrió la puerta a su milagro.
En tiempos modernos, hay innumerables anécdotas de personas que, enfrentando diagnósticos desalentadores, han experimentado sanidades inexplicables. Estos eventos a menudo dejan perplejos a los profesionales de la salud, quienes no encuentran una explicación lógica dentro del marco de la ciencia médica. Sin embargo, para aquellos que creen, la respuesta se encuentra en la fe que trasciende la comprensión humana y se alinea con la justicia.
La fe no solo tiene el poder de sanar el cuerpo, sino también de restaurar el alma y el espíritu. La fe nos permite ver más allá de las circunstancias actuales y creer en un futuro definido por la justicia y el amor de Dios. Es una fe que no se rinde ante lo adverso, sino que persevera.
La fe alineada con la justicia es una fuerza poderosa que puede cambiar el curso de la historia personal y colectiva. Es la fe que sostuvo a los mártires, inspiró a los reformadores y guió a los líderes espirituales a través de los siglos. Es la misma fe que hoy nos desafía a seguir los pasos de Cristo, a extender su Reino por toda la tierra y a ser testigos de lo imposible hecho posible.
Capítulo 7: La Práctica del Amor en el Reino
“El que no ama no ha conocido a Dios, porque Dios es amor.” (1 Juan 4:8). Esta poderosa afirmación bíblica nos lleva a la esencia del amor verdadero, un amor que trasciende el mero querer o gustar y se convierte en la causa y el propósito de todas las cosas. El amor, en su forma más pura, no es simplemente un sentimiento; es una decisión, una acción y un compromiso que refleja la naturaleza misma de Dios.
En un mundo donde el amor a menudo se reduce a emociones pasajeras o a la satisfacción de deseos personales, la perspectiva del Reino sobre el amor es radicalmente diferente. El amor del Reino es incondicional, sacrificial y eterno. No se basa en lo que sentimos, sino en lo que decidimos hacer por los demás, incluso cuando no hay nada que ganar a cambio.
“Porque de tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo unigénito, para que todo aquel que en él cree, no se pierda, mas tenga vida eterna.” (Juan 3:16). El amor de Dios es activo y se manifiesta en la entrega de lo más precioso para el bienestar de otros. Es este amor el que sostiene el universo y el que debe sostener nuestras vidas si deseamos reflejar la imagen de Dios.
El hombre sin Dios puede experimentar afecto, puede querer y puede gustar, pero sin la conexión con la fuente del amor verdadero, esos sentimientos son efímeros y limitados. El amor del Reino, por otro lado, busca el bien más alto para el otro, incluso a costa del propio bienestar. “Nadie tiene mayor amor que este, que uno ponga su vida por sus amigos.” (Juan 15:13).
La práctica del amor en el Reino comienza con las acciones cotidianas, como tender nuestra cama cada mañana. Este acto simboliza el orden y la disciplina que el amor requiere. El amor no es caótico; es intencional y ordenado. Al comenzar cada día con un gesto de cuidado personal, estamos estableciendo un patrón de amor y respeto que se extiende a cómo tratamos a los demás.
“El amor nunca deja de ser; pero las profecías se acabarán, y cesarán las lenguas, y la ciencia acabará.” (1 Corintios 13:8). Este versículo nos habla de la eternidad y la supremacía del amor verdadero. A diferencia del falso amor, que es temporal y a menudo condicionado por las circunstancias, el amor verdadero es constante y no depende de las emociones o de la reciprocidad.
El falso amor del hombre, basado en sentimientos efímeros o en intereses personales, inevitablemente se desvanece. Surge de una comprensión limitada del amor y se centra en lo que el hombre puede obtener, no en lo que puede dar. “Porque donde hay envidia y contienda, allí hay perturbación y toda obra perversa.” (Santiago 3:16). El falso amor crea división y conflicto, ya que no tiene su fundamento en la verdad y la justicia.
En contraste, el amor verdadero es el asiento del espíritu. Es desde este lugar sagrado que el amor ministra a nuestros corazones y se extiende hacia los demás. “Y el fruto del Espíritu es amor, gozo, paz, paciencia, benignidad, bondad, fe, mansedumbre, templanza; contra tales cosas no hay ley.” (Gálatas 5:22-23). El amor es el primer fruto del Espíritu, y su presencia en nuestras vidas es una evidencia clara de nuestra conexión con lo divino.
El amor verdadero actúa como un faro que guía nuestras acciones y decisiones. Nos impulsa a servir sin esperar nada a cambio, a perdonar sin límites y a extender gracia incluso cuando es difícil. “En esto hemos conocido el amor, en que Él puso su vida por nosotros; también nosotros debemos poner nuestras vidas por los hermanos.” (1 Juan 3:16). El amor verdadero se sacrifica y busca el bienestar del otro por encima del propio.
Practicar el amor en el Reino significa vivir de acuerdo con estos principios, permitiendo que el amor de Dios fluya a través de nosotros hacia aquellos que nos rodean. No es una tarea fácil, pero es la esencia de lo que significa ser parte del Reino de Dios. “Y ahora permanecen la fe, la esperanza y el amor, estos tres; pero el mayor de ellos es el amor.” (1 Corintios 13:13).
Capítulo 8: Cultivando la unidad en la diversidad
“De cierto, de cierto os digo: No hay acepción de personas para con Dios.” (Romanos 2:11). Esta declaración bíblica es una poderosa verdad que establece el fundamento para la unidad en la diversidad dentro del Reino de Dios. La imparcialidad divina es un principio que rechaza cualquier forma de favoritismo, conmiseración o manipulación basada en la posición, el estatus o la identidad personal.
En un mundo marcado por la división y la discriminación, el Reino de Dios se erige como un testimonio de igualdad y justicia. Dios no mira la apariencia externa, las riquezas, la educación o la cultura; Él ve el corazón. “Pero el Señor dijo a Samuel: No mires a su apariencia, ni a lo grande de su estatura, porque yo lo he desechado; porque no se ve lo que ve el hombre; pues el hombre mira lo que está delante de sus ojos, pero el Señor mira el corazón.” (1 Samuel 16:7).
La unidad en la diversidad significa reconocer y celebrar nuestras diferencias mientras nos esforzamos por mantener la unidad del espíritu en el vínculo de la paz. “Con diligencia guardando la unidad del Espíritu en el vínculo de la paz.” (Efesios 4:3). No se trata de una uniformidad que borra nuestras singularidades, sino de una unidad que valora y respeta la variedad como una expresión de la creatividad de Dios.
En el Reino, no hay lugar para la conmiseración, que a menudo surge de una actitud de superioridad o de una falsa humildad. Tampoco hay espacio para las malcriadeces, actitudes que reflejan una falta de respeto y consideración hacia los demás. Estas actitudes son contrarias al amor y la justicia que Dios promueve y que son esenciales para la construcción de una comunidad unida en la diversidad.
La manipulación de Dios, o el intento de hacerlo, es un ejercicio de necedad. Dios no puede ser manipulado por las emociones, las palabras o las acciones humanas. “No os engañéis; Dios no puede ser burlado: pues todo lo que el hombre sembrare, eso también segará.” (Gálatas 6:7). La relación con Dios se basa en la sinceridad, la fe y la obediencia, no en trucos o artimañas.
Cultivar la unidad en la diversidad requiere un compromiso con la práctica del amor y la justicia en todas nuestras interacciones. Significa trabajar juntos por el bien común, respetando la dignidad y el valor de cada persona, y rechazando cualquier forma de prejuicio o discriminación. “Porque en Cristo Jesús ni la circuncisión vale algo, ni la incircuncisión, sino una nueva creación.” (Gálatas 6:15).
“Porque a cada cual según su capacidad, a uno le dio cinco talentos, a otro dos, y a otro uno; a cada uno según su propia capacidad; y luego se fue lejos.” (Mateo 25:15). Esta parábola de los talentos nos enseña que Dios nos ha dotado con habilidades y dones únicos, diseñados para cumplir su propósito en nuestras vidas y en el Reino. No todos recibimos la misma medida, esto es parte del plan, pero a todos se nos da la oportunidad de multiplicar lo que hemos recibido.
“A quien mucho se le da, mucho se le demandará; y al que mucho se le confía, más se le pedirá.” (Lucas 12:48). Esta verdad bíblica resalta la responsabilidad que acompaña a los dones que Dios nos ha dado. Se espera que aquellos que han recibido más, hagan más con lo que se les ha confiado. Sin embargo, esto no implica que algunos sean más importantes que otros en el plan divino.
Todos somos necesarios en el cuerpo de Cristo, pero nadie es indispensable. “Pues así como el cuerpo es uno y tiene muchos miembros, y todos los miembros del cuerpo, siendo muchos, son un solo cuerpo, así también Cristo.” (1 Corintios 12:12). Cada uno de nosotros tiene un papel que desempeñar, y aunque cada función es diferente, todas son esenciales para el funcionamiento del cuerpo entero.
La aceptación de la justicia de Dios es lo que nos permite caminar en el Reino. “Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia, porque ellos serán saciados.” (Mateo 5:6). La justicia del Reino no se basa en nuestras propias ideas o estándares, sino en la rectitud y la verdad de Dios. Al aceptar y practicar esta justicia, nos alineamos con los principios del Reino y promovemos la unidad en la diferencias.
La diversidad de talentos en el Reino no debe ser una causa de división, sino una celebración de la sabiduría y la generosidad de Dios. Al reconocer que cada persona es valiosa y que cada contribución es significativa, podemos trabajar juntos para construir un Reino que refleje la gloria de Dios en toda su variedad.
Capítulo 9: Superando el egoísmo a través de la generosidad
“Es más bienaventurado dar que recibir.” (Hechos 20:35). Esta enseñanza de Jesús encapsula una verdad profunda sobre la naturaleza humana y su esencia espiritual. Dar no es simplemente una acción externa; es una expresión de nuestra identidad más íntima y espiritual. Al dar, reflejamos la generosidad de nuestro Creador y participamos en la dinámica de amor y reciprocidad que sostiene el universo.
La generosidad es antitética al egoísmo. Mientras que el egoísmo encierra, la generosidad libera. El egoísmo se aferra, pero la generosidad suelta y multiplica. En el acto de engendrar, ya sea en la creación de vida, en la producción de obras o en la siembra de ideas, estamos participando en un acto divino de dar. “Y Dios los bendijo, y les dijo: Fructificad y multiplicaos; llenad la tierra y sojuzgadla.” (Génesis 1:28). Este mandato no solo era para la procreación física, sino también para la expansión de la bondad y la creatividad inherentes al ser humano.
El egoísmo debe ser confrontado con la fuerza del dar. Cuando damos, no solo estamos liberando recursos, tiempo o amor, estamos liberando parte de nuestro ser. Estamos diciendo que creemos en la abundancia más que en la escasez, en la comunidad más que en el aislamiento. “Dad, y se os dará; medida buena, apretada, remecida y rebosando darán en vuestro regazo.” (Lucas 6:38). La promesa es clara: al dar, iniciamos un ciclo de generosidad que regresa a nosotros en múltiples formas.
La generosidad es un acto de fe. Es creer que al dar, no disminuimos, sino que participamos en la economía divina donde lo dado se multiplica. Es entender que nuestra verdadera esencia no se encuentra en lo que acumulamos, sino en lo que distribuimos. “El alma generosa será prosperada; Y el que saciare, él también será saciado.” (Proverbios 11:25).
Superar el egoísmo a través de la generosidad es un camino hacia la libertad. El egoísmo nos ata a nosotros mismos, pero la generosidad nos conecta con los demás y con Dios. Al dar, nos abrimos a recibir, no solo materialmente, sino espiritual y emocionalmente. Nos volvemos más humanos, más completos, más alineados con nuestra esencia espiritual.
“Mas en todas estas cosas somos más que vencedores por medio de aquel que nos amó.” (Romanos 8:37). Esta promesa bíblica es la clave para superar el egoísmo. En Cristo, encontramos la victoria no solo sobre el pecado y la muerte, sino también sobre la tendencia humana al egoísmo. Él es el ejemplo supremo de generosidad, y al seguir sus pasos, podemos liberarnos de las cadenas del yo y vivir una vida de entrega y servicio.
El origen y el destino de todo es Cristo. “Él es la imagen del Dios invisible, el primogénito de toda creación. Porque en él fueron creadas todas las cosas, las que hay en los cielos y las que hay en la tierra, visibles e invisibles…” (Colosenses 1:15-16). Reconocer a Cristo como el centro de nuestra existencia nos lleva a rechazar los falsos conceptos de independencia y empoderamiento que han prevalecido en las últimas generaciones.
Estos conceptos, aunque bien intencionados, a menudo promueven un enfoque centrado en el individuo que ignora nuestra necesidad intrínseca de comunidad y conexión con Dios. La independencia absoluta es una ilusión, ya que estamos intrínsecamente diseñados para vivir en relación con otros y con nuestro Creador. El empoderamiento que excluye la dependencia de Dios puede conducir a un sentido inflado del yo, que es la raíz del egoísmo.
En cambio, el verdadero empoderamiento se encuentra en la rendición a Cristo. “Porque el que quiera salvar su vida, la perderá; pero el que pierda su vida por causa de mí, la hallará.” (Mateo 16:25). Al entregar nuestras vidas a Cristo, descubrimos nuestra verdadera identidad y propósito. En esta entrega, encontramos la libertad para dar generosamente, sabiendo que nuestra vida está segura en las manos de Dios.
La generosidad cristiana va más allá de la mera caridad; es un estilo de vida que refleja la naturaleza de Dios. “Así que, según tengamos oportunidad, hagamos bien a todos, y especialmente a los de la familia de la fe.” (Gálatas 6:10). Esta generosidad se extiende a todos, sin distinción, y se manifiesta en actos de bondad, palabras de aliento y un compromiso con la justicia y la misericordia.
Superar el egoísmo a través de la generosidad es un proceso continuo que requiere una constante dependencia de Cristo. Es un camino que nos lleva a vivir no para nosotros mismos, sino para aquel que dio su vida por nosotros. “Y aquel que no toma su cruz y sigue en pos de mí, no es digno de mí.” (Mateo 10:38). Tomar nuestra cruz significa morir al egoísmo y vivir para Cristo, lo cual es la esencia de la generosidad.
Capítulo 10: Dejando atrás los esquemas y las tradiciones para asirnos de lo nuevo.
“Porque he aquí, yo creo cielos nuevos y tierra nueva; y de lo primero no habrá memoria, ni más vendrá al pensamiento.” (Isaías 65:17). Esta visión profética nos invita a dejar atrás los prejuicios y las limitaciones que nos impiden avanzar hacia la realidad renovada que Dios promete. Nuestros prejuicios actúan como un lastre, anclándonos a viejos patrones de pensamiento y obstaculizando nuestra capacidad para recibir lo nuevo que el Señor ofrece.
La soberbia y la altivez pueden manifestarse cuando interpretamos las Escrituras como si todo debiera cumplirse en nuestro tiempo. Esta actitud ignora la trascendencia de Dios y su plan eterno, que se despliega más allá de nuestra comprensión limitada. “Porque mis pensamientos no son vuestros pensamientos, ni vuestros caminos mis caminos, dice Jehová.” (Isaías 55:8). Pretender tener un conocimiento completo de los tiempos y las estaciones de Dios es caer en la arrogancia.
El cumplimiento del tiempo en Cristo es un tema central en la teología cristiana. “Pero cuando vino la plenitud del tiempo, Dios envió a su Hijo…” (Gálatas 4:4). En Cristo, se cumplieron las promesas y las profecías, estableciendo un nuevo pacto y una nueva realidad para la humanidad. La destrucción de Jerusalén y su templo en el año 70 d.C. es vista por algunos estudiosos como un cumplimiento simbólico de las profecías del Antiguo Testamento, marcando el fin de una era y el comienzo de otra.
Es esencial reconocer que mucho de lo que esperamos para el futuro ya ha sido inaugurado con la venida de Cristo. “Y él es antes de todas las cosas, y todas las cosas en él subsisten.” (Colosenses 1:17). Cristo es el verdadero centro de la historia y la revelación. En él, encontramos la plenitud de lo que significa vivir en los nuevos cielos y la nueva tierra, una existencia caracterizada por la justicia, la paz y la presencia de Dios.
Dejar atrás los esquemas y las tradiciones implica un acto de humildad y de apertura al mover del Espíritu Santo. Significa estar dispuestos a cuestionar nuestras interpretaciones y a aceptar que Dios puede estar haciendo algo nuevo que no encaja en nuestros marcos teológicos preconcebidos. “He aquí que hago cosa nueva; pronto saldrá a luz; ¿no la conoceréis?” (Isaías 43:19).
La invitación es a asirnos de lo nuevo que Dios está haciendo, liberándonos de los prejuicios y las tradiciones que nos impiden ver y experimentar la realidad del Reino de Dios. Es un llamado a vivir con una perspectiva eterna, reconociendo que somos parte de algo mucho más grande que nosotros mismos y que nuestra historia está inmersa en la historia de Dios.
En un mundo donde las tinieblas parecen extender su sombra, hay voces que proclaman el miedo a través de la idea de una gran tribulación y un rescate inminente. Sin embargo, estas perspectivas no deben desviar nuestra atención del verdadero mensaje de esperanza y victoria que se encuentra en Cristo. La caída de Jerusalén en el año 70 d.C. es el fin del viejo pacto y el triunfo definitivo del nuevo pacto establecido por la sangre de Cristo.
“Por lo cual él es mediador de un nuevo pacto, para que interviniendo muerte para la redención de las transgresiones que había bajo el primer pacto, los llamados reciban la promesa de la herencia eterna.” (Hebreos 9:15). Este versículo nos recuerda que la iglesia de Cristo fue salvada y rescatada no por eventos terrenales, sino por la obra consumada en la cruz. La salvación no es un evento futuro o condicionado a circunstancias históricas; es una realidad presente y activa en la vida de todo creyente.
El reino de los cielos en la tierra es descrito como inconmovible, una realidad espiritual que no puede ser detenida por tribulaciones o desastres. “Así que, recibiendo nosotros un reino inconmovible, tengamos gratitud, y mediante ella sirvamos a Dios agradándole con temor y reverencia.” (Hebreos 12:28). Este reino no es un lugar físico en su esencia, sino el dominio de Dios en los corazones y vidas de aquellos que le siguen.
La enseñanza de un reino inconmovible nos desafía a dejar de lado los falsos conceptos de independencia y empoderamiento que han confundido a muchas generaciones. Estos conceptos promueven una visión centrada en el ser humano y sus logros, ignorando la soberanía y la providencia divinas. En cambio, el nuevo pacto nos invita a reconocer nuestra dependencia total de Dios y a encontrar nuestra fuerza y propósito en Él.
“Porque todas las promesas de Dios son en él Sí, y en él Amén, por medio de nosotros, para la gloria de Dios.” (2 Corintios 1:20). Las promesas de Dios se cumplen en Cristo, y es a través de nuestra relación con Él que podemos superar el egoísmo y abrazar la generosidad, dejar atrás el miedo y asirnos de la esperanza, y rechazar la desesperación para aferrarnos a la fe inquebrantable.
El llamado es a vivir en la realidad del nuevo pacto, un pacto de gracia y verdad, donde el amor de Dios se manifiesta en cada acto de bondad, cada palabra de aliento y cada gesto de sacrificio. Es un pacto que nos capacita para ser luz en las tinieblas, sal en la tierra y embajadores del reino inconmovible de Dios.