El ser humano fue dotado con instrumentos de alta sensibilidad que sirven como alarmas para identificar cuando algo no está bien en nosotros. Uno de estos instrumentos es el padecimiento de ofensas.
Si una persona llega a ofenderse, significa que sufre eso que llamamos: dignidad y orgullo. Por ello debemos aclarar que cuando hablamos de dignidad nos referimos al merecimiento del respeto por encima de todo. Y cuando hablamos de orgullo, nos referimos al ego incapaz de pedir perdón y que no reconoce errores.
No somos merecedores de nada, todo lo que vemos fue hecho para nosotros por amor, si logramos entender esto, entonces la dignidad que tanto defendemos quedará sin propósito y podremos ser libres de su accionar venenoso. Igualmente ocurre con el orgullo, éste nos hace ser altivos ante Dios y los hombres, cuando es el mismo Jesucristo quién nos recomienda hacernos el más pequeño de los servidores, ¿quién te dijo que eres un mar de perfección o quién te enseño que pedir perdón es un acto indeseable de debilidad?, no eres ni perfecto ni fuerte en ningún sentido. El orgullo es una gran piedra de tropiezo que nos inhabilita para caminar en las cosas del Espíritu.
No es dignidad y orgullo lo que necesitamos, es humildad y sencillez lo que hace falta.
Lamentablemente vivimos ofendiéndonos por cualquier cosa y las ofensas pueden agravarse si se alimentan de frustraciones personales que tuvieron su origen en expectativas no cumplidas o si hacen equipo con otras ofensas recibidas en el pasado y que no fueron sanadas en su momento. Es sumamente peligroso dejar crecer una ofensa, ésta se vuelve inmanejable, nubla el entendimiento y hasta crea nuevas ofensas que solo existen en la mente de la persona ofendida.
Las personas son vasijas, son cántaros que tienen una capacidad limitada de retención y las ofensas llenan estos recipientes con facilidad. Al pasar el límite de aguante, las vasijas se revientan y sobreviene un derrame capaz de dañar las vasijas de otros.
Una persona ofendida es semejante a una tierra de cultivo donde no germinan las semillas, inclusive es capaz de secar las semillas de otros que neciamente prestan sus oídos para escuchar la vos del ofendido.
Una ofensa es como la mala hierba, si no se saca a tiempo sus raíces se esparcen, luego si la intentas sacar de un lado, crecerá por otro.
La oración modelo que nos enseñó nuestro Señor Jesucristo es determinante cuando dice: “Perdona nuestras ofensas, así como nosotros perdonamos a los que nos ofenden”.
Muchos personajes bíblicos no supieron manejar las ofensas y tuvieron gran pesar por causa de ello: Caín, Esaú, Saúl, Naamán, Absalom, Ahitofel y los Fariseos. Todos ellos son ejemplos de hombres que permitieron que las ofensas dañaran sus vidas, envenenando sus mentes y sus corazones. No seamos nosotros parte de esta lista, pero si podemos volvernos como Jesucristo nos dice: “mansos y humildes de corazón”.
El veneno de la ofensa se puede tratar con dos antídotos que deben trabajar en equipo, uno de ellos es no recibir o aceptar ofensas de nadie, practicando la humildad y la sencillez como conducta de vida y en segundo lugar ejercitar continuamente el pedir y dar perdón a los demás y a nosotros mismos, ese tipo de perdón que nos enseña la escritura en Miqueas 7:19 cuando dice: «El volverá a tener misericordia de nosotros; sepultará nuestras iniquidades, y echará en lo profundo del mar todos nuestros pecados».
¿Quién recibió más ofensas que Jesucristo?, Inclusive hoy día con cada pecado que hacemos ofendemos su nombre, pero Él no se ofende, Él se llena de compasión y misericordia, lavando nuestros pecados con su sangre.