Amados, me dirijo a ustedes con un mensaje que invita al posicionamiento correcto, un mensaje que ha resonado a través de los siglos y que cada día toma más relevancia, como lo fue en el momento en que fue pronunciado. Me refiero a las palabras de Jesucristo, quien en Mateo 21:43 nos advierte: “Por esto os digo que el reino de DIOS os será quitado y será dado a un pueblo que produzca los frutos de él.”
Cuando leo ese versículo salta a mi mente y corazón aquella Israel de la tierra prometida, la que fornico con muchos dioses, la Jerusalén que terminó asesinando a los profetas que Dios le envió, la Israel que le dio la espalda a Dios matando a su hijo y diciendo que no tenían más rey que Cesar (Jn 19:15). La Israel como nación de ese tiempo fue totalmente destruida, esa Israel fue la que se negó a producir los frutos del Reino.
De un pequeño remanente de esa nación y de los gentiles de esa época que abrazaron las enseñanzas de Cristo, Dios se hizo de un solo nuevo pueblo (Ef 2:14), una nueva esposa, la sin mancha y sin arrugas, la Israel de Dios, que también se conoce como la Iglesia.
Este versículo no es simplemente una advertencia; es una invitación a la reflexión y a la acción. Jesucristo no habla de un reino limitado por fronteras geográficas ni de una nación en particular. Él habla de un reino que se manifiesta en la tierra a través de los frutos de aquellos que lo buscan de corazón.
El reino de Dios es un reino de principios, de valores, de fe, de amor y de justicia. Es un reino que se construye día a día en el corazón de cada persona que decide vivir según el consejo divino, que elige amar al prójimo, que busca la verdad y que practica la misericordia. El resultado de esa edificación se manifestará en todos los ámbitos de influencia del ser humano y llegará a afectar inclusive la geografía hasta lo último de la tierra (Dn 2:35).
Pero, ¿qué significa producir frutos en este contexto?, me refiero a Mt 21:43, los frutos son las evidencias tangibles de nuestra fe, amor y justicia. Son actos de bondad, palabras de aliento, decisiones justas, y sobre todo, una vida que refleja el carácter de Dios. No se trata de grandes hazañas o de reconocimientos humanos, sino de las pequeñas acciones cotidianas que sumadas, crean un impacto significativo en nuestro entorno que le devuelve al hombre el temor de Dios.
Jesucristo nos llama a ser productores de estos frutos, a ser agentes de cambio en un mundo que clama por esperanza y dirección. Nos invita a ser parte de un pueblo que no se define por su etnia, sangre, su cultura o su idioma, sino por su fe en llevar adelante la misión de amor y redención que Él inició.
Este llamado es para todos y cada uno de nosotros. No importa nuestro pasado, nuestras fallas o nuestras dudas. Lo que importa es nuestra respuesta a este llamado. ¿Estamos dispuestos a aceptar el desafío de vivir una vida que produzca frutos dignos del reino de Dios?
La promesa de Jesucristo es clara: aquellos que produzcan frutos, aquellos que vivan de acuerdo con los valores del reino, heredan las bendiciones y la plenitud que éste reino ofrece. No se trata de una recompensa futura y lejana, sino de una realidad presente. El reino de Dios se manifiesta aquí y ahora en cada acto de amor, en cada gesto de compasión, en cada palabra de verdad, en cada sanidad y en cada liberación de corazones pobres, quebrantados y oprimidos.
Por lo tanto, les insto a considerar su vida, sus acciones y sus palabras. ¿Están alineadas con los principios del reino de Dios?, ¿están contribuyendo a la construcción de éste reino en la tierra?. La oportunidad está ante nosotros, y la decisión es nuestra.
Que este mensaje no sea solo una reflexión pasajera, sino el inicio de una transformación personal y colectiva que hable de cuerpo. Que podamos ser ese pueblo de bautizados por la fe, así como fueron bautizados los que atravesaron el mar rojo para ir en pos de su tierra, que vive con propósito y que refleja la luz de Dios en cada rincón de este mundo.
El reino de Dios está en nuestras manos. No es exclusivo de una nación, sino que pertenece a todos aquellos que deciden abrazar su llamado por fe y para fe. Es un reino de inclusión, de amor y de paz. Y hoy, más que nunca, es el momento de responder a ese llamado con valentía y convicción (entiéndase: ya no hay judío ni griego).
Que las palabras de Jesucristo resuenen en nuestros corazones y nos impulsen a ser constructores de un mundo mejor. Que su enseñanza nos guíe y nos inspire a producir los frutos que Él espera de nosotros. Y que, al final de nuestros días, podamos mirar atrás y ver que nuestra vida fue un reflejo fiel del reino de Dios en la tierra.
Gracias por leer estas palabras y que cada uno de nosotros se convierta en un portador fiel y fructífero del reino eterno. Amén.