Extraviados del Reposo

¡Qué tragedia! Hacer lo correcto por la razón equivocada. Trabajar para Dios, pero sin Dios. Amar al mundo más que al Creador

¡Hermanos!,

Quiero hablarles de algo que nos duele a todos: esa sensación de vacío que nos persigue incluso en medio del éxito, esa fatiga del alma que no se alivia con descanso físico, esa sed que ningún logro, ninguna relación, ningún placer logra saciar. Estamos, en esencia, “Extraviados del Reposo”. Caminantes sedientos en un desierto de distracciones, cargando pesares que no nos pertenecen, persiguiendo sueños que se deshacen como arena entre los dedos. Pero escuchen bien: hay un antídoto para esta enfermedad del alma, y está escrito en el diseño mismo de la creación.

Cuando Dios terminó su obra, no se retiró a dormir. No. Él reposó (Génesis 2:2-3). Y en ese reposo había una celebración, un gozo tan profundo que santificó el tiempo. Imagínenlo: el Creador del universo contemplando su obra perfecta, saboreando cada detalle con la satisfacción de un artista que ve culminada su pieza maestra. Ese reposo no es pasividad, ¡es plenitud!. Es el deleite de ver el fruto del amor hecho realidad. Y aquí está el secreto que muchos ignoran: fuimos creados para ese mismo reposo. No para agotarnos en ciclos interminables de actividad, sino para encontrar descanso en la certeza de que, en Cristo, todo está consumado.

Jesús lo grita a través de los siglos: “Venid a mí todos los que estáis trabajados y cargados, y yo os haré descansar” (Mateo 11:28). ¿Saben lo que les está ofreciendo? No una siesta vespertina, sino la libertad de vivir con un propósito que no desgasta, sino que revitaliza. Un yugo que no oprime, sino que libera. ¿Cómo es posible? Porque cuando servimos desde el reposo de Su amor, cada acto se convierte en un eco de la eternidad. Como dice Hebreos: “Procuremos entrar en aquel reposo” (4:11). ¡Corramos hacia él como quien huye de una tormenta!.

Pero atención: este reposo no es un lugar, ni un día específico, salgamos de las cuatro paredes del literalismo religioso que tanto daño le hizo al pueblo de Israel. El reposo es una persona. Cristo mismo en su plenitud, quien “por el gozo puesto delante de él, sufrió la cruz” (Hebreos 12:2). Él, el arquitecto de los mundos, se hizo peregrino para mostrarnos el camino. Y aquí está la verdad que nos confronta: somos como ese automóvil de rally que jamás ha pisado el desierto para el que fue diseñado. Podemos rodar por calles estrechas, cumpliendo rutinas vacías, pero nunca sabremos lo que es volar hasta que aceptemos nuestra verdadera carrera: “atesorar a Aquel que nos atesora”.

Pablo lo dijo sin rodeos: “Podemos dar todo lo que tenemos, incluso nuestro cuerpo al fuego, pero sin amor, somos como címbalos rotos” (1 Corintios 13:1-3). ¿De qué sirve acumular logros, aplausos o riquezas si el alma sigue marchita? Jesús fue claro: “Muchos me dirán: Señor, hicimos milagros en tu nombre… y yo les responderé: Nunca os conocí” (Mateo 7:23). ¡Qué tragedia! Hacer lo correcto por la razón equivocada. Trabajar para Dios, pero sin Dios. Amar al mundo más que al Creador.

Dios no compite por nuestra atención: “la exige”. Él es celoso, no por egoísmo, sino porque sabe que fuera de Él solo hay espejismos. Nos creó para que su amor fuera nuestro oxígeno, nuestro combustible, nuestra razón de ser. ¿Recuerdan la perla de gran precio? (Mateo 13:46). Cristo no es un accesorio que se añade a nuestra colección de logros. ¡Es la joya por la que vale la pena venderlo todo! Incluso nuestras ambiciones, nuestros sueños mal dirigidos, nuestras seguridades falsas. El precio duele, sí. Exige soltar ídolos que hemos abrazado como salvadores. Pero les pregunto: ¿Qué valor tiene una vida entera dedicada a perseguir sombras, cuando la luz está aquí, ofreciéndose gratis?.

Miren al Cristo crucificado: Sus manos perforadas sostienen el único reposo que no se desvanece. Él no promete caminos fáciles, pero sí una carga ligera. No garantiza ausencia de dolor, pero sí una paz que desafía al dolor. Como dice Deuteronomio: “Amarás a Jehová tu Dios de todo tu corazón… Estas palabras estarán atadas a tus manos, escritas en tu puerta, grabadas en tu alma” (6:5-9). Este no es un mandato religioso, es una invitación a vivir despiertos. A convertir cada respiro en un acto de amor, cada paso, en el cumplimiento del propósito divino.

Hoy, el llamado es urgente: Dejen de correr en círculos. Dejen de mendigar migajas de alegría en placeres que se pudren. El reposo verdadero no es un premio al final del camino, ¡es el camino mismo! Es mirar cada amanecer como si fuera el séptimo día, sabiendo que el Creador sonríe sobre nosotros. Es trabajar, sí, pero con las manos abiertas, sin aferrarse a los resultados. Es amar sin reservas, porque el amor de Cristo nos cubre. Es soltar las cadenas de la autoexigencia y descansar en la gracia que dice: “Ya está hecho”.

No se equivoquen: El mundo les dirá que esto es locura. Que entregar todo por un tesoro invisible es un riesgo demasiado alto. Pero yo les pregunto: ¿Qué riesgo mayor hay que vivir una vida entera sin haber vivido de verdad? ¿Qué mayor tragedia que llegar al final del camino y descubrir que corrimos la carrera equivocada?

Cristo no ofrece religión, ofrece resurrección y Reino. Un corazón nuevo. Un reposo que trasciende circunstancias. Y aunque el camino sea estrecho, aunque la puerta sea angosta, Él mismo camina a nuestro lado. ¿Cómo resistirnos? ¿Cómo no venderlo todo por la perla que brilla con luz propia en esta oscuridad?.

Hoy, aquí y ahora, el séptimo día nos espera. No como un recuerdo, sino como una realidad. Como un abrazo que dice: “Basta. Descansa. Yo he vencido al mundo”. Su nombre es Jesús. Y en Él, los extraviados del reposo… por fin encuentran su hogar.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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