Entropía

Me da mucha tristeza, que la mayoría de la iglesia piensa que el mundo va de mal en peor...

     En los registros de la ciencia y la fe, pocos conceptos reflejan con tanta claridad la relación que hay entre el orden y el caos como la entropía. Este principio, que gobierna el universo físico, declara que todo sistema tiende naturalmente al desorden, a la dispersión, a la disolución. Es una ley inexorable, que nos recuerda que las montañas se erosionan, las estrellas se apagan y los cuerpos envejecen. Pero, ¿acaso esta verdad científica no es también un eco de una realidad espiritual más profunda? Las Escrituras nos advierten: “Porque sabemos que toda la creación gime a una, y a una está con dolores de parto hasta ahora” (Romanos 8:22).

La entropía no es solo un fenómeno termodinámico; es un gemido universal, un recordatorio de que el mundo, separado de su Creador, marcha hacia la decadencia. Sin embargo, hay victoria. “Todas las cosas en él subsisten” (Colosenses 1:17). En Cristo, la creación no solo encuentra su propósito, sino su sostén perfecto. Fuera de Él, todo se desmorona; en Él, todo cobra sentido.

En Cristo, la ropa y el calzado del pueblo de Israel no se deterioró mientras caminaron cuarenta años en el desierto luego de la salida de Egipto.

Imaginemos, por un momento, a un maestro relojero que construye un reloj de precisión inigualable. Cada engranaje, cada resorte, cada esfera brilla bajo sus manos expertas. Al terminarlo, lo entrega a un aprendiz y le ordena: «Mantén su ritmo; cuida su armonía». Al principio, el aprendiz vigila cada pieza, limpia cada componente, sigue las instrucciones al pie de la letra. El reloj funciona con la exactitud de un latido divino. Pero, con el tiempo, el aprendiz se distrae. Piensa: «¿Para qué tanto esfuerzo? El reloj ya está hecho; funcionará solo». Deja de limpiar los engranajes, ignora el desgaste, olvida darle cuerda. Poco a poco, el tictac se vuelve irregular, los resortes se aflojan, y las manecillas se detienen. El reloj, antes perfecto, se convierte en un montón de metal inútil. Así obra la entropía: sin cuidado constante, sin una mano que sostenga, lo que era perfecto se corrompe.

Esta parábola no es mera ficción. Es el reflejo de nuestra condición. Adán y Eva recibieron un Edén inmaculado, un mundo donde “Dios vio todo lo que había hecho, y era bueno en gran manera” (Génesis 1:31). Pero cuando el hombre se apartó de la voluntad divina, creyendo que podría sostener la creación por su cuenta, introdujo el caos. “Maldita será la tierra por tu causa; con dolor comerás de ella todos los días de tu vida. Espinos y cardos te producirá” (Génesis 3:17-18). La entropía, en su esencia espiritual, es la consecuencia del pecado: la ruptura de la relación con Aquel que mantiene todas las cosas en unidad perfecta. Desde entonces, la humanidad ha intentado, en vano, y con mucha necedad, reconstruir lo que solo Dios puede preservar. Construimos imperios, pero se desintegran; acumulamos riquezas, pero se corroen; buscamos sabiduría, pero la olvidamos. “¿De qué aprovechará al hombre si ganare todo el mundo, y perdiere su alma?” (Marcos 8:36).

Sin embargo, en medio de este panorama aparentemente desolador, surge una verdad que desafía las leyes de la física y la lógica humana: Cristo, el Alfarero divino, no solo creó el universo, sino que lo sostiene. Él es “el resplandor de la gloria de Dios, la imagen misma de su sustancia, y quien sustenta todas las cosas con la palabra de su poder” (Hebreos 1:3). Mientras el mundo grita que todo se desvanece, Él susurra con la vos de muchas aguas: “He aquí, yo hago nuevas todas las cosas” (Apocalipsis 21:5). En la cruz, Jesús no solo redimió al hombre; redimió la creación misma. Su resurrección fue el primer acto de una restauración universal, donde la entropía será vencida y “la muerte ya no existirá más, ni habrá más duelo, ni clamor, ni dolor” (Apocalipsis 21:4).

Consideremos al relojero de nuestra historia. Al encontrar su obra destruida, no la abandona. Regresa, toma cada pieza, la limpia, la restaura hasta dejarla a su diseño original y, esta vez, no delega su cuidado en manos frágiles. Él mismo se hace cargo. Así obra Cristo con nosotros: “Nos salvó, no por obras de justicia que nosotros hubiéramos hecho, sino por su misericordia” (Tito 3:5). No somos llamados a luchar solos contra la entropía del pecado; somos invitados a descansar en quien ya triunfó sobre ella. “Venid a mí todos los que estáis trabajados y cargados, y yo os haré descansar” (Mateo 11:28). El reposo de vivir en Cristo, es vivir libres de entropía.

Dios permitió que el hombre pecara con el propósito de mostrarle que solo en una entrega total y dependencia absoluta de Él, puede encontrar su verdadera plenitud y propósito.

La entropía física nos enseña una lección espiritual urgente: sin una fuerza externa que intervenga, el caos es inevitable. Pero gracias a Dios, esa fuerza existe. Cristo no es un espectador distante; es el Rey que gobierna activamente, que “lleva todas las cosas por la palabra de su poder” (Hebreos 1:3). En Él, nuestras vidas fracturadas encuentran coherencia; nuestras esperanzas desgastadas, renovación; nuestro futuro incierto, certeza. “El que comenzó en vosotros la buena obra, la perfeccionará hasta el día de Jesucristo” (Filipenses 1:6).

Muchos creen que la tierra va de mal en peor, y con eso argumentan al rescate al que llaman el rapto, y hasta utilizan versículos que sacan de contexto para alimentar esas doctrinas, pero yo os digo que es al contrario, la tierra tiene sus altos y bajos, pero tengan la seguridad que han sido más los altos que los bajos desde que Cristo gobierna el mundo. Es cierto que hay muchas nubes negras, pero siempre será más que sobre abundante el cielo azul.

Edificar a una Iglesia más entendida es lo que nos compete a los ministros de hoy, mostrando un Evangelio del Reino de vencedores y no un evangelio de derrotados por un príncipe del mundo que ya fue vencido por Cristo.

¡Iglesia , levántate y resplandece!…

 

 

 

 

 

 

 

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