Dulce y Amargo

La adicción a un placer solo puede ser vencida por una nueva adicción a un placer superior. ¡Que la Palabra sea tu mayor adicción!

     Hay un momento en la vida en el que todos nos enfrentamos a una elección radical: ¿Seremos consumidores de lo fácil o custodios de lo eterno? La Palabra de Dios no es un simple consuelo; es un fuego que nos exige arder. Y en ese arder, descubrimos que su dulzura es también una espada. El apóstol Juan lo entendió cuando escribió: “Tomé el librito de la mano del ángel, y lo comí; y era dulce en mi boca como la miel; pero cuando lo hube comido, amargó mi vientre” (Apocalipsis 10:10). Aquí está el misterio: la verdad de Dios alimenta el alma, pero quema las excusas. Nos deleita, pero nos condena a ser responsables.

¿Por qué amarga el vientre? Porque no podemos saborear la Palabra y seguir siendo los mismos. Es dulce al revelarnos el amor del Padre, al mostrarnos que somos redimidos, que hay gracia. Pero amarga cuando nos recuerda que esa gracia no es barata. Que ser libre implica cargar una cruz cada día, y que la libertad es también responsabilidad. Que conocer la verdad nos obliga a vivirla, aun cuando el mundo nos señale, aun cuando nuestra carne grite por retroceder.

El salmista decía: “¡Cuán dulces son a mi paladar tus palabras! Más que la miel a mi boca” (Salmo 119:103). Pero Ezequiel, al comer el rollo que Dios le dio, aunque lo halló dulce como la miel (Ezequiel 3:3), tuvo que anunciar juicio a un pueblo rebelde. La dulzura de ser elegido se mezcló con la amargura de la obediencia. ¡Si!, la obediencia es amarga porque implica el sacrificio de amar. Y aquí te revelo un potente principio del Reino: No hay amor sin sacrificio. Todo sacrificio tiene como efecto el dolor, independientemente si estamos o no en Cristo.

Hermanos, este es el corazón del Evangelio: no hay gloria sin entrega, no hay revelación sin responsabilidad.

Dios no reparte certificados de aprobación; entrega martillos que rompen cadenas y, al mismo tiempo, espejos que exponen nuestra hipocresía. Cuando decimos “Amén” a Sus promesas, también firmamos un contrato invisible: el de caminar como Él caminó. Amar a los que hieren. Perdonar a los que no lo merecen. Hablar justicia en un mundo que prefiere el silencio. La Palabra nos deleita, sí, pero nos reclama: “¿Quién irá por nosotros?”. Y alguien tiene que responder.

Miren a su alrededor. La gente busca felicidad en los atajos, placeres que corrompen, relaciones que abusivas, y logros que se oxidan. Y nosotros, los que hemos probado la miel de las Escrituras, ¿qué haremos? ¿Nos conformaremos con acumular versículos como trofeos, o permitiremos que esa miel se convierta en fuego en nuestras manos? Porque cada promesa que guardamos sin actuar, cada verdad que memorizamos sin encarnar, se fermenta en el vientre y se vuelve culpa. La amargura no es castigo; es la conciencia gritando: “¡Haz algo!”.

Guardar la salvación no es dejar de pecar, es extender el Reino que Cristo estableció. “¡Haz algo!”.

Cristo no murió para que fuéramos espectadores. Él dijo: “Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz cada día y sígame” (Lucas 9:23). Negarse no es un ritual; es una revolución. Es despertar cada mañana y decir: “Hoy, mi deleite no será mi comodidad, sino Tu voluntad”. Es permitir que la Palabra nos desgarre si es necesario, como dice Hebreos 4:12: “Más cortante que toda espada de dos filos… que discierne los pensamientos y las intenciones del corazón”.

¿Saben por qué muchos huyen de este llamado? Porque prefieren un dios decorativo, no uno que les exija dar la cara en el trabajo cuando todos hacen trampa. Un dios que les dé paz, pero no les pida hablar de Él en la universidad. Un dios de dulzura sin amargura. Pero ese dios no existe. El Dios verdadero nos da miel en la boca para darnos valor, y amargura en el vientre para recordarnos que el tiempo de actuar es ahora.

Piensa en Jonás. Dios le dio una palabra dulce: “Ve a Nínive y habla”. Pero Jonás la convirtió en amargura al huir. La ballena no fue su castigo; fue su oportunidad para entender: no puedes tragar la verdad y guardártela. Tarde o temprano, tendrás que vomitarla hacia el mundo.

Hoy, alguien aquí lleva meses sintiendo esa amargura. Sabe que debe perdonar a su padre, pero el rencor es más cómodo. Sabe que debe dejar ese hábito que lo esclaviza, pero el placer momentáneo lo paraliza. Sabe que debe levantarse y servir, pero el miedo lo ancla. Escucha esto: La amargura en tu vientre no es condenación; es una alarma. Dios te está diciendo: “Te di mi Palabra no solo para que la disfrutes, sino para que la cumplas”.

No hay victoria sin responsabilidad. David disfrutaba la presencia de Dios, pero asumió el costo de enfrentar a Goliat. Esther se deleitaba en su fe, pero arriesgó su vida para salvar a su pueblo. ¿Y nosotros? ¿Seremos la generación que canta canciones de avivamiento pero le huye al sacrificio?

El Salmo 1 no habla de un hombre que “evita el mal” por miedo, sino de uno que “en la ley de Jehová está su delicia”. Cuando tu mayor placer es la Palabra, lo demás pierde fuerza. Pero cuidado: ese deleite no es pasivo. Meditar “día y noche” implica que cada decisión, cada pensamiento, se filtra a través de Su verdad. Es permitir que la Palabra gobierne hasta lo íntimo: tus chistes, tus miradas, tus inversiones.

La amargura de Apocalipsis 10 es el peso de la misión. Es saber que, tras comer el librito, debes profetizar a naciones. Así somos nosotros: al aceptar la Palabra, firmamos para ser luz en las tinieblas, aunque nos cueste fama, comodidad o incluso la vida.

Cierro con esto: En 1945, un joven pastor alemán llamado Dietrich Bonhoeffer fue arrestado por oponerse al régimen nazi. En su celda, escribió: “La gracia barata es el enemigo de nuestra iglesia. La gracia costosa es el Evangelio del Reino”. Él entendió que la dulzura de Cristo conlleva la amargura de la entrega total. Fue ahorcado días antes de que su campo de concentración fuera liberado. Pero sus palabras siguen retumbando: “Solo el que obedece cree; solo el que cree obedece”.

Hoy, Dios te pregunta: ¿Qué harás con la Palabra que has comido? ¿La digerirás en silencio, o dejarás que te queme las entrañas hasta que salgas y actúes? La amargura no es tu enemiga; es la prueba de que has probado algo real.

Levanta tus manos si estás cansado de una fe que no trasciende el domingo. Si anhelas que tu vida cuente para algo eterno. Si estás dispuesto a que la dulzura de Dios te llene la boca y la amargura de Su llamado te mueva los pies.

El mundo no necesita más críticos; necesita creyentes que asuman la responsabilidad de vivir lo que predican. Que cuando la Palabra les amargue el vientre, no se quejen, sino que digan: “Heme aquí. Envíame a mí”.

¿Serás tú? La decisión es ahora. La historia te observa.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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