Cercanía incomprendida

Volver a la condición original es el acto más sabio de nuestras vidas...

   Hermanos, hoy quiero hablarles de algo que muchos malinterpretan, algo que ha sido distorsionado por la comodidad y la falta de entendimiento espiritual. Hoy hablaremos de la dependencia de Dios. Pero no de esa dependencia pasiva, donde nos sentamos a esperar que Dios resuelva todo mientras nosotros creemos esperar el tiempo perfecto de Dios. No, no es esa. Hablo de una dependencia activa, vibrante, llena de amor y propósito. Una dependencia que no nos esclaviza, sino que nos libera.

Imaginen a un niño pequeño en un parque desconocido. El lugar es grande, lleno de colores, sonidos y distracciones. El niño puede correr, jugar, explorar, pero hay algo que siempre hace: se mantiene cerca de sus padres. No es porque le hayan dicho: “No te separes de mí”. No, es algo natural. El niño sabe que en ese lugar extraño, sus padres son su refugio, su protección, su provisión. Juega, se divierte, pero siempre vuelve a mirar para asegurarse de que papá y mamá están ahí. Eso, hermanos, es la verdadera dependencia de Dios. No es quedarse quieto, sino moverse con la seguridad de que Él está cerca.

Jesús dijo en Mateo 6:33: “Busquen primeramente el reino de Dios y su justicia, y todas estas cosas les serán añadidas”. ¿Ven? No dijo: “Siéntense y esperen a que les caiga el maná del cielo”. No. Él dijo: “Busquen”. Hay acción, hay esfuerzo, hay intencionalidad. Pero esa búsqueda no es en soledad, no es con nuestras propias fuerzas. Es una búsqueda que se hace en dependencia de Aquel que nos guía, nos protege y nos provee.

En Marcos 10:14, Jesús dijo: “Dejen que los niños vengan a mí, y no se lo impidan, porque el reino de Dios es de quienes son como ellos”. ¿Qué tienen los niños que nosotros, los adultos, hemos perdido? La capacidad de “acercarse” sin miedo, sin pretensiones, sin agendas ocultas. Los niños no se preocupan por lo que dirán, no calculan si es el momento adecuado para correr hacia sus padres. Simplemente lo hacen. Y esa, hermanos, es la condición del nuevo nacimiento: “acercarnos a Dios como niños”, con esa dependencia natural que nos mantiene cerca de Él, no por obligación, sino por amor.

Dios no es un papá cósmico que solo existe para resolver nuestros problemas. Él es un Padre que desea una relación íntima con nosotros. En Juan 15:5, Jesús dijo: “Separados de mí, nada pueden hacer”. ¿Lo escucharon? Nada. No es que no podamos hacer algunas cosas, es que “no podemos hacer nada de valor eterno” si no estamos conectados a Él. Pero cuando vivimos en esa dependencia, cuando nos mantenemos cerca de Él, todo lo que hacemos tiene propósito, tiene poder, tiene vida.

Hermanos, cuando vivimos cerca de Dios, la provisión y la protección no son algo que tenemos que pedir constantemente; son el resultado natural de estar en Su presencia. Salmo 91:1 dice: “El que habita al abrigo del Altísimo, morará bajo la sombra del Omnipotente”. ¿Qué significa habitar? Significa vivir, permanecer, establecerse. No es una visita ocasional, es una residencia permanente. Y cuando vivimos en ese lugar, bajo Su sombra, todo lo que necesitamos nos es dado, no porque lo merezcamos, sino porque estamos con Él y en Él.

Así que hoy los invito a reflexionar: ¿Cómo es su dependencia de Dios? ¿Es esa dependencia pasiva, donde esperan que Él haga todo mientras ustedes no mueven un dedo? ¿O es esa dependencia activa, vibrante, llena de amor, donde se acercan a Él como niños, confiando en Su protección y provisión, pero moviéndose en fe, en propósito, en acción?

Dios no quiere que seamos espectadores de nuestra propia vida. Él quiere que vivamos en plenitud, pero esa plenitud solo se encuentra en Él. Así que acérquense a Dios como niños. Jueguen, exploren, vivan, pero siempre manténganse cerca de Él. Porque en esa dependencia, hermanos, encontramos la verdadera libertad.

Los niños, cuando están cerca de sus padres, reciben instrucción, consuelo, orden, educación y sobre todo amor entre otras tantas cosas. Y qué es lo que da el niño a cambio, su amor incondicional, su fidelidad absoluta a Aquel en qué confía con todo su corazón.

No te confundas: no es la debilidad, la ingenuidad, la pureza o la inocencia lo que hace que de los niños sea el Reino. No son esas cualidades en sí mismas las que los hacen especiales ante Dios. Es esa indiscutible dependencia, esa cercanía natural y vivencial que un niño mantiene con sus padres. Es esa confianza absoluta, esa necesidad instintiva de estar cerca, de volver siempre a donde está su refugio. Esa es la clave que los hace poseedores del Reino. Porque el Reino de Dios no es para los que se creen autosuficientes, sino para los que, como niños, reconocen que necesitan estar cerca del Padre en todo momento.

– Salmo 91:1

 

 

 

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